“cuanto ya hiciera, gozaría de ese espíritu interino…”
No supo por qué, pero las anunciadas fuertes lluvias para la jornada siguiente, le hicieron pasar la noche nervioso, intranquilo pensando en ello y deseando que llegara el nuevo día, tanto, que asomándose constantemente varias veces al amplio ventanal de su dormitorio, pareciera querer acelerar el natural proceso.
Ansioso, una de ellas se quedó sentado frente al cristal, tratando de otear en la oscuridad y apoyado en una pequeña mesa de camilla, caía dormido a trompicones en la espera.
Una brisa moderada se levantó anticipándose a las primeras gotas de lluvia que luego, proyectándolas sobre la ventana, le despertaron con su tintineo a la vez que una incipiente claridad en el horizonte, se desperezaba anunciando el crepúsculo matutino.
Todavía era tan oscuro, que casi no distinguía las plantas ni los arboles del pequeño huerto, que a modo de sencillo y natural jardín, solía ser su calma e inspiración contemplándolo.
Al poco, con los ojos de par en par abiertos, mientras eclosionaba tímidamente la luminosidad de un cielo cubierto, embelesado, observaba el concierto del nuevo amanecer, animado por el despertar tímido de los primeros pajarillos madrugadores.
Las todavía escasas gotas de lluvia, resbalaban tras caer sobre las hojas de unas plataneras agradecidas por sus caricias; los naranjos tras la última y lujuriosa crecida del verano, parecían acicalarse para la nueva luz.
Pequeñas plantas, lirios rojos, adelfas de blancas flores, algún rosal vanidoso de su privilegiada ubicación, geranios y algunos maceteros con carnosos cactus, componían una acuarela de todavía tibios colores que comenzaban a destellar con el incipiente leve chispeo.
El viejo olivo centenario que lo había visto nacer, además de a toda la ajardinada pequeña huerta, aseado por la lluvia, observaba acostumbrado y orgulloso la “fiesta diaria” que una vez más comenzaba, mientras las estilizadas palmeras y un solitario ciprés desde su altura, parecían dirigir el despertar de la natural y armoniosa sinfonía.
Pegado a la cristalera, aquel hombre en la lluviosa como gris madrugada, creía intuir, esperar algo más y desconocido de ese amanecer, mientras imaginaba como el agua arreciando, tatuaba las cicatrices de su vida sobre el cristal, evocando todas sus emociones.
– ¡Hola…! ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Y tú? – contestó al repentino recién llegado, sin sorprenderse en demasía por su presencia – pasa, por favor.
– Gracias, bien – respondió – Nos conocíamos desde tiempo, aunque nunca intimamos lo suficiente ¿verdad?
– Tienes razón. Hemos contemporizado tantas veces pero, hasta la fecha, quizás no había razón suficiente para un encuentro como este.
Ambos parecieron observarse como si de dos amigos, tras mucho tiempo sin verse, se tratara.
– ¿Te entristece el día lluvioso?
– No, no, es hermoso y este amanecer tiene sus propios colores, su personal luz que ilumina lo más recóndito de cualquier sensibilidad.
– Ya sabes, la lluvia suele venir siempre conmigo, sobre todo, cuando he quedarme.
– Si, lo sabía, estoy preparado. Estaremos bien el tiempo que dispongas, será creativo, sin duda – contestó sonriendo.
Tranquilizado tras identificar al viejo conocido, esta vez definitivamente cercano, volvió su mirada a través de la ventana, hacia la espabilada mañana con la lluvia empeñada.
– ¿Sabes? Te he seguido siempre. Era mi obligación.
… Desde tu niñez y las ciertas carencias que sobrevolaban tu soledad; después la adolescencia y tu solitaria búsqueda constante de expresión, cargada de la melancolía que nunca te abandonó y hasta tu madurez con la única obsesión de andar caminos sin metas, sueños imposibles, que por así serlos, perseguías incansable con la tozudez del niño que llevas dentro.
– Si, puede que tengas algo de razón.
– ¿Hiciste daño?
– Herí y me hirieron. Tropecé en la misma piedra tantas veces como me levanté y con la dignidad que pude, hice de nada un poco. Quizás, mi único mérito, si lo hubo.
– ¿Amaste?
– Y me amaron. Cuanto gané y perdí, tuvieron el mismo valor, que no fue poco.
… ¿Vienes a quedarte?
– Si – contestó el visitante – Hemos de instalarnos el uno en el otro, para siempre.
… No traigo más equipaje que un tiempo para acompañarte, del que no tengo medida, pero hasta el final, juntos. No te preocupes ¡somos el mismo! haremos todavía grandes cosas.
– Si, lo sé, tengo ganas de comenzar.
– ¿Te mereció la pena el pasado?
– Cada instante.
– Lo sabía. ¿Puedo pasar ya?
– Claro, por favor.
Aquel hombre, ahora distendido, acababa de instalarse para siempre en el otoño definitivo de su vida. Sabía que todo cuanto ya hiciera, gozaría de ese espíritu interino y que tendría cuidado de atender a la belleza, de allí donde viniera.
* Música: «Time to say goodbye» (Con te partiró) de Francesco Sartori y Lucio Quarantotto.
Me encanta. Muchas gracias amigo por escribir estas cosas.
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Siempre tan generoso. Gracias a ti y a tu gran sensibilidad.
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Hola buenas noches. El descubrimiento es mutuo. Un precioso blog lleno de sensibilidad, ternura, magia, emotividad …con las palabras justas para seguir leyéndote. Y como apéndice la música que significa para mí una de las artes más bellas. Me encanta. Feliz noche.
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Hasta en tus palabras, que agradezco, se adivinan esos «trozos» tuyos, conjugando calidad, sensibilidad y generosidad. Yo también experimento la necesidad de seguir leyéndote.
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Magnífica entrada que, junto a ese diálogo lleno de autenticidad y ternura, dibuja una hermosa acuarela.
Un placer leerte. Saludos
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Viniendo de ti, es un «piropo» al que no pienso renunciar, rindiendo mi «condición de varón», ante palabras tan hermosas, más aún, provenientes de «tamaña» escritora. Gracias.
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