Un tiempo atrás, las ocho de la mañana de un sábado cualquiera, era hora prohibida para abrir mis ojos a un nuevo día.
Pero desde hace alguno, un amoroso café se me ofrece en la cama ya espabilado y dispuesto a sorprenderme, con la oferta de la tv2 desde esta hora temprana “sabatina”: sus conciertos.
Se conmemoraba el advenimiento del Nuevo Año Chino, “el Año del Perro”, ¡mira por donde, mi año! Febrero de 2018, corría.
Con el primer paladeo del café matutino, se presentó ante mí en la pantalla aludida un mundo exótico de gran colorido en su inicio y austero las más después, de la Orquesta Sinfónica China de Shenzhen.
De inmediato mis ojos de “par en par” y los oídos en alerta, sucumbieron ante la irrupción de su música que desgranaba obras clásicas de Bizet, Tchaikovski, Chapí (si, el español!), este último en la voz de una encantadora soprano china y otros, con una ejecución soberbia, generosa e involuntariamente impregnada de matices de la personalidad oriental de sus músicos, acompañándose además al final en algunas piezas folclóricas, de instrumentos de época como el koto, el erhu, la citara china, entre otros. ¡Chapeau!.
La orquesta, un cuerpo de cuerda en la ultima parte del concierto compuesto por unos catorce músicos, y entre ellos ocho muñecas orientales al violín que movían al ritmo de la interpretación sus azabaches cabellos, enmarcando caras de porcelana amenizadas de rasgados atractivos ojos oscuros, que coronaban medias sonrisas de puro rojo alborotador. Provocadoras hasta la saciedad.
Casi al final de tan maravillosa aparición, subtítulos anuncian “Fantasía mongola”, así como “Caballo de batalla galopante”, con el solista del erhu Gao Shaoquing .
Efluvios del Asia Central inundaron mis sentidos desarmados ante tanta estética y belleza musical.
Por unos instantes, en la escucha concentrado, creí haber vivido en alguna ocasión de mi vida en el ambiente de un zoco regateando sedas, marfil, nácar, sentí sin duda, que alguna vez pude ser mercader en Samarcanda.
Como un recuerdo vago, me vi recién llegado a un “fonduq” de esta ciudad desde el Asia occidental, en largo y penoso viaje con mis bestias y ayudantes. Aseado, deseoso de recuperar cuerpo y sentidos, busqué el bazar que tantas veces y en tantos brazos me rescató de la soledad de tan extenuantes desplazamientos.
Algunas mujeres dispuestas y presurosas a las caravanas recién llegadas, descubrían sus miradas insinuantes. Yo buscaba entre todas la que me mejor me engañara en el juego consentido.
– ¿De donde vienes forastero?, ¿te he visto antes?
– ¡Qué más da! ¿Me reconocerías ?
– ¿A donde vas?
– A tus brazos.
Sorprendida contestó:
– Te miro y me atrapas, estás deseoso, y yo estoy aquí, para ti…
La mujer apartó el hiyab de su cara y ayudada por manos expertas, mostró toda la luz de su cuerpo, dándoseme generosa.
– No me quieras- dijo ella.
– No te quiero- apostillé.
Pero nos amamos en una representación donde el argumento era todo el posible entre hombre y mujer, necesitados por diferentes impulsos, actores voluntarios de amor, deseo y conveniencia.
A pocos días siguientes, en la despedida, el aire se lleno de un poso triste y melancólico.
¿La volveré a ver? ¿Regresará de nuevo?
Mi recua y yo, seguíamos camino de Xi´an, la ruta de la seda…, en su busca.
La insistente “Fantasía mongola” y el sonido del erhu, me despertaron de mis sensaciones o imaginativo espejismo, esa historia que creí haber vivido en otro tiempo o quizás contada por alguien conocido. De cualquier forma, comencé a entender cuanta común sensibilidad se cuece en el oriente de cada confín.
En mis delirios nazaríes, “Príncipe de Granada” en el exilio hasta hoy, me sentí derrotado ante tanta belleza asiática y vacilando, dudé quien realmente era en esos instantes:
Príncipe o Mandarín.