«…no adivinó más golondrina de la mezquita, que la que anidaba entre sus brazos»
Se alargaba en demasía la estancia del hombre de Granada en Kairuán y aun siendo una realidad la lenta elaboración, redacción y escritura en lo posible, de todos los documentos para su reparto y obligada divulgación, a su vez no adivinaba como prolongar su estancia allí, para lo que necesariamente había de volver a Mahdia donde había de preparar más trabajo, antes de regresar por ultima vez a la Ciudad Santa y terminar la labor encomendada.
Agradecido a sus amigos y colaboradores, con intención de anunciar su marcha a la costa, a la vez que advertiría de su vuelta en breve para definitivamente poner fin a sus trabajos, decidió, en los salones más nobles del antiguo palacete donde se hospedaba, ofrecer una pequeña y modesta recepción.
Fue su intención que esta, tuviera el máximo ambiente andalusí que pudiera en la medida de sus posibilidades. Así vestiría a sus criados a la usanza de Al-Ándalus, como haría preparar del mismo modo, los ligeros dulces con miel de romero, al té o la hierbabuena u otras fragancias o especias típicas, que se ofrecerían en una velada, que no pretendería llegar nunca a la categoría de una gran recepción solemne.
Encantado con la idea, hizo buscar mediante Yasír e Issam, sus criados, unos interpretes capaces de acompañar en esa noche con algo de música andalusí, por otra parte ya de influencia en Ifriqiyah, así como visitó el bazar donde encontró pequeños obsequios para sus principales amigos y autoridades además de alguno especial muy personal que, procedente de Al-Ándalus, reservaba para persona muy principal.
Mientras tanto, su relación con la joven Muún-Anaí, cada día iba a más. La confianza mutua se acrecentaba y sus largas conversaciones cada vez se hacían mas intensas, procurando de vez en cuando sonrisas y comentarios cómplices de sus compañeras de trabajo, Adla y Nacira, que no paraban en advertir, gozosas, el devenir de cada día al trabajo de la joven, mas acicalada de lo normal, sin otro sentido imaginaban las mujeres, que agradar a su señor y amigo al que a diferencia de las demás, en su despacho, la trataba a cara descubierta desde que el se lo solicitara y ella gustosamente accediera.
Respecto a la recepción que preparaba, pensaba que habría de ser comedido en la organización, pues habrían de ser invitados, además de las autoridades administrativas locales, las militares, así como especialmente los religiosos, el Alfaquí Idris Al Mushin y el Imán de la Gran Mezquita Hamed Allah. También, hizo venir de El Jem a su gran amigo el Zalmedina Rahál Al Sharif junto a esposa Sarat, a lo que estos no pudieron, ni quisieron negarse.
A este tipo de recepciones, no era normal la asistencia de mujeres, pero en la cabeza de Al-Chaís, no cabía la posibilidad de la celebración sin la asistencia de Muún-Anaí, para lo que habría, irremediablemente, que habilitar una zona especial en el gran salón para ellas, de forma que, si bien apartadas, pudieran participar en el acto.
A la vez, éstas ineludiblemente estarían acompañadas de sus respectivos familiares, cónyuges o prometidos, único modo de posibilitar su asistencia. También, sin excusa, deberían estar todos sus colaboradores, por modestos que ellos fueran.
Asimismo, sabía por la personalidad de los religiosos que habrían de asistir, que no aguantarían mucho tiempo en la recepción y que la abandonarían relativamente pronto, dado el carácter mundano de la misma y de su anfitrión, lo que hacia posible prever que esta tendría dos tiempos: el primero, protocolario y seguramente breve hasta que estos marcharan y mas tarde el coloquial, en donde el resto de la velada, la relación entre los asistentes, se haría mas libre, relajada y cercana.
Además, la prevista asistencia de músicos, costumbre muy arraigada en Al-Ándalus en este tipo de recepciones, pero mal visto por la sociedad mas ortodoxa de Ifriqiyah y en especial de sus religiosos, debería de ser un acto para esa segunda parte de la velada, una vez estos hubieran salido con su séquito.
Al resto de los invitados salvo alguna excepción, el acto les parecería tremendamente excitante, procediendo de quien venia, y mas aún, significando una divertida ruptura en la monotonía de sus vidas, dentro de las escasas actividades sociales de este tipo que podían disfrutar en Kairuán.
Así se presentó la noche en la que Al-Chaís, en la medida que pudo, decoró el gran salón del palacete como una gran jaima con detalles andalusíes, en un alarde de orgullosa identidad, a la vez que haciéndose notar agradecido al país y gentes que le dieron asilo.
Grandes alfombras cubrían todo el suelo, mientras que dispuestos en dos grupos enfrentados, mullidos cojines en profusión, darían asiento a los invitados, hombres a un lado, mujeres a otro.
Adornando las paredes, al fondo del lugar reservado a los hombres, haría colocar varios pequeños estandartes granadinos, sevillanos, cordobeses y valencianos, conservados por Al-Chaís y compañeros siempre de viaje del granadino. En el centro del muro, escoltada por estos, dispondría que la enseña del Sultán de Tunes Abú Hafs, presidiera la estancia.
Al otro lado de la sala, el destinado a las mujeres, que en principio meras observadoras, lo harían a través de unos delicados velos a modo de cortinajes de tenues colores del todo intencionadamente translucidos, que sin duda embellecían y rodeaban de sensualidad la presencia femenina, mecidos por la brisa de la noche.
Todo el recinto estaba iluminado con abundantes lámparas de aceite de varias mechas y otras acristaladas de excitantes coloridos, mientras que en la entrada del palacete, unas de mayor tamaño, flanqueaban la puerta principal por donde los invitados habrían de acceder.
El ambiente, algo caluroso irremediablemente en el interior, sería paliado mediante unos sirvientes, que con grandes abanicos, harían circular el aire próximos a los invitados más señalados.
Al frente de ambos espacios reservados a hombres y mujeres, unas mesas bajas con tablero taraceado o de metal grabado, se disponían para albergar refrescos, aceitunas, unas ensaladas con piezas de tomate, pepinos e hinojo, cortados en cubitos y aderezadas con salsa picante, así como abundantes fuentes con diversidad de dulces de hojaldre, frutos secos y dátiles, además de los típicos andalusíes especialmente preparados para esa noche.
Numerosas teteras dispuestas con té de menta, estaban preparadas para su uso en unos delicados vasos de cristal blanco unos y otros de color verde, que hermoseaban sobre pequeños tapetes las bien dispuestas mesas, cuyos centros, terminaban adornándose con pequeños y delicados tiestos de diminutas y olorosas flores silvestres.
El ambiente se enriqueció con la quema en pequeños braseros, de hierbas aromáticas, traídas para la ocasión, las más típicas utilizadas en Al-Ándalus, que hizo comprar en el zoco, en la calle de los especieros.
Los sirvientes, preparados para el acto, así como Yasír e Issam, vestían pantalones blancos de algodón hasta las babuchas, sobre los que caían unas camisas más bien cortas y sobre ellas un breve chaleco granate oscuro. Su cabeza la cubrían con un pequeño turbante blanco.
Al-Chaís, con sus mejores galas andalusíes. Pantalones blancos bombachos, hasta el confín de unos botines de fina piel de inspiración castellana. Una larga camisa de cuello abierto y del mismo color, que casi a modo de túnica hasta la altura de sus rodillas, se ajustaba a su cintura mediante unos gruesos verdes y dorados cordones trenzados a modo de cinturón.
La abertura de la camisa dejaba ver como un detalle de plata, pendía de un corto y fino hilo de cuero. Mas largo, sobre la misma prenda, una larga y delicada cadena sostenía una media luna, dando cobijo a una pequeña granada en su interior, todo ello del mismo metal.
Al trenzado cinturón, portaba una corta daga cristiana ganada por sus antepasados y con la inscripción de su factura toledana en la hoja; completaba su estampa rematada finalmente sobre sus hombros, con una gran y larga capa de ligero paño rojo de caída majestuosa, regalando a su figura omeya y nazarí, el empaque principesco que tantos le atribuían desde que llegó a Ifriqiyah. Su cabeza se cubría con un gran turbante blanco, cayendo sus extremos sobre la roja capa, a su espalda.
A la hora anunciada, puntual, Al-Chaís en la puerta principal del palacete y flanqueado por sus criados Yasír e Issam, fue recibiendo a los invitados, que llegaban acompañados de sus familiares o acompañantes. Por una puerta adyacente y tras una previa reverencia breve y protocolaria, las mujeres hicieron entrada, dirigiéndose entretenidas a la parte del salón para ellas reservada.
Casi con todas las autoridades administrativas en el interior, un criado anunció la llegada del Alfaquí Idris Al Mushin, acompañado como siempre del Imán de la Gran Mezquita, Hamed Allah.
Ante su presencia el andalusí, inclinando su cabeza, profirió:
– Es Alá, bendito sea, sin duda quien me regala con vuestra presencia, el mismo Todopoderoso que os guarda para nuestro bien y es éste, – señalando con la mano su pecho- vuestro servidor halagado y agradecido, que os ofrece su casa, la que tomareis como vuestra.
El Alfaquí Idris Al Mushin, si bien parco en casi todo gesto, defensor de la fe y hábitos mas ortodoxos, además de opositor a todo delirio de modernidad, en el fondo nunca fue un enemigo del granadino, mas bien solo un contrario a todo lo que él significaba. Al-Ándalus y su caída, a sus ojos, no tenia otra motivación que la convivencia y permisividad con el infiel, así como la asunción de las costumbres y culturas occidentales, greco-romanas.
La relajación de estas y del espíritu y orden religioso, eran un peligro que temía se contagiara a Ifriqiyah, provocando su caída, de forma análoga, por lo que defendía a ultranza la hostilidad contra todo tipo de infiel y su cultura.
– Eres un hombre generoso hasta en tus palabras Al-Chaís y es también el Misericordioso, sin duda por ello, quien te hace grato entre nosotros – contestó el Alfaquí a la bienvenida del granadino – Alá sea contigo – terminó.
Al-Chaís, esta vez, dirigiéndose a su acompañante el Imán, este sí, a sabiendas de su rechazo constante hacia su persona, le saludó:
– Hoy también es motivo especial de regocijo el verte, Hamed Allah, tras algún tiempo. También el Señor me concede la generosidad de tu visita por la que te estoy agradecido.
– Alá te guarde Ben Al-Chaís, gracias por contar con mi humilde persona, – contestó el Imán, prosiguiendo – pero no es extraño vernos poco, son escasas tus apariciones por la mezquita…
Al-Chaís, sabia que al Imán gustaba atacarle siempre que podía, más en público y en especial, en esta ocasión ante la máxima autoridad religiosa y no se privó de ironizar con el tema redundante de siempre sobre su religiosidad. Pero éste, lejos de someterse, le contestó:
– Sabe mi buen amigo el Imán de mis rarezas, costumbres…, como conoce de mis visitas a la mezquita de las Tres Puertas, por la que profeso predilección y en la que asisto a la oración cuando el trabajo me lo permite. Pero además – remató – El Profeta en sus enseñanzas, nos enseñó a no ahogarnos en los Santuarios y a encontrar a Alá en cuanto nos rodea, en nuestros actos, con generosidad de espíritu…
En ese instante y de forma inesperada, el Alfaquí, a la vez que de algún modo desautorizaba el ataque del Imán al andalusí, aunque sin estar de acuerdo con su forma de entender las obligaciones religiosas, mirando a éste, terció:
– Que nadie diga lo que tiene que hacer a alguien que ya ha decidido cual tiene que ser su destino. Esta es una noche de paz.
Ambos religiosos tomaron la entrada del palacete, y mientras seguramente comentaban lo sucedido, fueron a instalarse en su lugar de privilegio, junto al Caid Abd Al-Muzaff y el propio Al-Chaís, acompañados de un sirviente que los guiaba.
Todos los invitados habían llegado, inclusive el padre de Muún-Anaí, Jattár Abd-Faquír, el zabazoque del zoco, mas sin ella, por lo que se sentía nervioso y desangelado, quedándole solo la esperanza de que llegara con su prometido el joven oficial Abd Husayn al que había invitado, con la pretensión de que la presencia de la joven estuviera asegurada de cualquier forma, como así fue.
Prácticamente aposentados todos los invitados y cuando se iba a iniciar en momentos la recepción, Yasír, con la cara iluminada de satisfacción, requirió la presencia en la puerta de Al-Chaís, pues llegaban los últimos y para él, los más esperados.
Abd Husayn, el joven militar guarnecido en Reqqada y prometido de Muún-Anaí, llegaba junto con ésta y acompañado de Asma, la madre de la joven y esposa de Al-Jattár, llegado con anterioridad con el resto de autoridades.
Nervioso a la vez que feliz, presto, Al-Chaís les dio la bienvenida:
– Esta hermosa noche no sería tal, si el Altísimo no me concediera vuestra asistencia – y terminó diciendo – Se bienvenido Abd Husayn, junto a las mujeres que te acompañan y que enardecen el crepúsculo.
– Seas bien hallado. El Profeta te guarde. Te agradezco tu invitación, a la que no tuve opción de rechazar – contestó seco, delatando o dejando entrever el no encontrarse muy feliz con la situación.
– Te saludo Al-Chaís, nuestro buen amigo… – intervino rápidamente Asma, intentando paliar la frialdad del saludo del prometido de su hija, que de la misma forma, e inclinando su cabeza, se sumó a su madre:
– Señor… – saludó escuetamente a su jefe y amigo, sin privarle de una mirada tan encendida como hermosa.
– Pasad, es vuestra casa…, – termino invitándolos a hacerlo Al-Chaís.
Asma y su hija Muún-Anaí, lo hicieron por la puerta adyacente dispuesta para las mujeres, mientras que los hombres se dirigieron al gran salón, por la principal, sin terciar palabra.
Ya en el interior, acomodados, Al-Chaís en pié a la derecha del Alfaquí Idris Al Mushin, pidió a este licencia para dar la bienvenida a todos los concurrentes, a la vez que gracias al Señor por permitir la celebración, intentando observar los usos para estos actos. Para ello y a sabiendas de su especial público, inclinando la cabeza, con sus manos extendidas, recitó a la sazón, un breve salmo de gracias y bienvenida:
– ¡Oh Dios…!, que haces el todo posible…, que nos regalas el regocijo de nuestra hermandad… ¡Oh Dios mío…!, desde mi corazón te pido…, sé esta noche nuestro invitado y alójate en nuestros corazones… – alzó entonces su mirada un instante, encontrándose al fondo la atenta de la joven Muún-Anaí en una esquina de la sala tras el ligero velo separador, y sin poder desviarla de la suya, terminó íntimo su plegaria:
– ¡Oh Dios…! Busco a tientas en la oscuridad…, busco encontrarte…, busco Tu Amor…– y tras breves segundos de recogimiento, se dirigió al Alfaquí, terminando:
– Eres, mi Señor, bienvenido en esta casa, tomadla como vuestra, tu y cuantos nos dan su presencia esta noche, ¡En el nombre de Alá, el Misericordioso…!
Idris Al Mushin, protocolariamente en nombre de todos los presentes, sobrio como de costumbre, se dirigió al andalusí, devolviéndole la cortesía en el mismo tono de cántico:
– ¡No tengo a quién pedirle, mas que al Señor…! ¡Solo confiamos en Él…! Él, que te trajo entre nosotros…, entre nosotros te tiene… ¡bendita sea su voluntad…! Acomodémonos a su ley y bendiga tu generosidad, Ben Al-Chaís.
– ¡Alabado sea Dios…! – remataron al unísono los presentes las palabras de su jefe religioso.
Terminadas las breves y retóricas introducciones de ambos hombres y sentados todos ellos, así como las mujeres en sus respectivos espacios, la velada se inició con gran discreción, entre conversaciones superficiales, sin acertar a relajarse ante la presencia de la autoridad religiosa, ni poder sobrepasar límite alguno, físico o intelectual.
Las mujeres, en el fondo opuesto de la sala tras los livianos velos que no llegaban a cortinajes y conscientes de que los religiosos se percataron de la leve frontera interpuesta con los hombres, disimulaban arrinconadas de espaldas a estos, conversando entretenidas y discretas, como esperando mejor momento.
Pasado un tiempo donde, mientras las autoridades y religiosos cambiaban impresiones sobre el trabajo del hombre de Granada y sus progresos en el sur, estos últimos, con un comportamiento frugal, apenas tomaban algo más que un té y alguna golosina.
Unos momentos mas tarde, el Alfaquí, haciendo intención de levantarse, provocó que su acompañante el Imán Hamed Allah, se anticipara al gesto de su superior, entendiendo su deseo de marcharse y haciendo que el resto de los asistentes le imitaran en su totalidad.
En ese momento y de modo inesperado, Al-Chaís, se dirigió al Alfaquí Al Mushin, diciéndole:
– No es mi voluntad que mi señor, que ha de marchar, lo haga sin aceptar un modesto presente, que con humildad le ofrezco… – y haciendo un gesto a su criado Yasír, este le acercó un pequeño bulto, tras lo que prosiguió:
– En mi patria, en Al-Ándalus, Dios es Preponderante, no lo tengáis en duda. – sentenció el granadino, continuando – Su palabra, así como sus alabanzas han sido motivo constante de nuestra atención.
… En homenaje a esta realidad y al respeto que me merecéis, os traigo mi Señor, de la ciudad de Toledo, donde se traducían a nuestra lengua árabe todos los legados científicos y religiosos, algo que mi buen padre Sid-Al Fasid tuvo a bien en regalarme: éste libro de poemas y salmos sufíes, traducido del persa y escrito por Al-Ansarí al-Harawí, defensor de la Sunna, el mensaje autentico del Profeta, al que Dios guarde. Aceptadlo en nombre de mi afecto y recuerdo de mi paso por vuestras vidas.
El Alfaquí, sorprendido por el detalle y especialmente por su naturaleza, tomó en sus manos el libro y besándolo, exclamó:
– ¡Al-Chaís…, Al Chaís…! Alá te proteja, hombre de Al-Ándalus…– exclamó gratamente impresionado, acercándose al andalusí, con el que, inusitadamente, se fundió en un ligero pero emotivo abrazo.
Hubo unos instantes de silencio y admiración en la sala. Nadie esperaba el gesto del granadino y menos la respuesta de aquel religioso, bronco en apariencia, pero de reconocida inteligencia en el fondo.
Terminadas las protocolarias despedidas, Al-Chaís acompañó con sus criados a los religiosos hasta la salida, donde esperaban, avisados, sirvientes del Alfaquí que los escoltarían hasta sus domicilios.
Otra vez con el resto de sus invitados, todo ellos grandes conocidos y amigos del andalusí, comenzó a romperse el hielo en la reunión, gozosos con poco disimulo por la marcha de los religiosos.
Algunos, acercándose al espacio de las mujeres, fueron saludando o entablando conversación con ellas en general o con sus respectivas acompañantes al acto en particular. Poco a poco, traspasados velos divisorios, charlaban recatada pero animadamente con todos los asistentes, y en particular, acercándose a Al-Chaís llenas de curiosidad, con intención de saludarlo o conocerlo, según el caso.
Fue el momento entonces de indicar a Yasír e Issam, que distribuyeran los pequeños objetos o recuerdos que hizo comprar en el zoco para sus amigos, que los aceptaron complacidos con el detalle.
Igualmente, en alguna mesa de la zona en principio dedicada a los hombres, a una seña del granadino, previo discreto aviso a los más íntimos, éste indicó a sus sirvientes de confianza que sirvieran vino, que de procedencia siciliana, fue reservadamente traído para este acto y del que cautelosamente sin nombrar ni revelar su verdadera naturaleza, los hombres se hacían servir con gran disimulo y avidez, cual se tratara de otra bebida.
Poco a poco, la noche se distendía agradablemente, convirtiéndose en una coloquial reunión, donde todos de una vez mezclados, hombre y mujeres gratamente excitados por el ambiente, conversaban y cambiaban impresiones.
Cuando esto ocurría, Al-Chaís, como colofón a la sencilla pero agradable recepción, hizo pasar a un grupo de músicos. Dos hombres tañendo sus respectivos ouds y un tercero, más joven, con varios instrumentos de percusión.
Ante el delirio de los asistentes, estos comenzaron a ejecutar diversas piezas populares provenientes de Al-Ándalus, muy de moda en algunos círculos avanzados en el norte de Ifriqiyah.
Al-Chaís, comenzó a pasear entre sus amigos, tratando de saludar y hablar con todos ellos. En un momento, en un claro en el centro de la sala, mientras andaban distraídos conversando, se encontró frente a frente a solas, con la joven Muún-Anaí.
– “Sol de Medianoche…”, mi dulce amiga, esperaba este momento, – la abordó, continuando – he temido tu ausencia, hasta tu tardía llegada. La noche no sería nada sin ti, “Luna de Lunas…”.
Durante un instante los ojos de ambos, sin disimulo, ávidos los unos de los otros, se enzarzaron en una contemplación buscada toda la velada. Ella le contestó:
– Aquí estoy, contigo, como debía de ser – sin romper la pugna de sus miradas.
Al-Chaís, la miró con detenimiento, una vez más asombrado de tanto equilibrio.
Mientras que la mayoría de las mujeres vestidas de sus mejores galas, trajes y pañuelos de vistosos colores a la usanza árabe, componían un mosaico vistoso, ella de negro, la orgullosa joven berebere más hermosa que nunca, destacaba entre todas.
Vestida con haulí o túnica negra, ribeteada en sus bordes de pequeños detalles de colores típicos beréberes, rojo, morado, añil…, la sujetaba a sus hombros con helas o hebillas de plata, mientras que en su cintura, denunciando sus precisas y preciosas formas, se ajustaba un cinturón.
Cubierta con un chal negro, este a su vez medio ocultaba un delicado hiyab en tono lila, y que según lo cruzara sobre su cara, dejaba verla completa o simplemente permitía el asomo de su mirada, rompiendo la percepción del andalusí en estrellada visión, como de otro mundo, cuando ésta lo dejó caer intencionadamente para su deleite.
Sus grandes ojos de eterno caramelo, enmarcados en oscuras sombras entre pestañas abaniqueando, la hacían más mujer que nunca y más que nunca, deseada.
Una vez más, las miradas encontradas, sus palabras más bien cómplices susurros, esbozaban un cuadro maravilloso y ausente del entorno, del que no atinaban a salir.
Envolviendo ese instante de un inesperado halo, los músicos, cual dispuestos colaboradores sin sospecharlo a la magia del momento, tañían una canción melancólica, donde la voz de uno de ellos, contaba la historia de una noche, en la que dos amantes se entregaban entre sabanas de blanco satén.
La música, las palabras…, el encuentro tan deseado…, no pudo resistirlo Al-Chaís.
– ¿Te gustaría saber, mi especial amiga…,- continuó nervioso y emocionado, sin levantar su mirada de la de ella – , cuanto puedo imaginar en este momento…?
La joven, aguantó su aliento y sin dejar de mirarlo un instante, casi tartamudeó, con la misma emoción:
– No…, mi señor, no, no puedo…, no quiero en este momento imaginarlo – titubeó excitada, precisamente de percibirlo.
Todo ese instante, que por su belleza pudo ser un siglo, dejó de serlo cuando su buen amigo el Zalmedina de El Jem y su mujer Sarat, se les acercaron:
– ¡Estas perdido mi buen Al-Chaís,…! no dejamos de buscarte y ahora entiendo la razón… –bromeó, a la vez que Muún-Anaí, cubría levemente su rostro.
– No nos has dedicado un solo momento esta noche – intervino Sarat, su mujer – y esto se acabó… ¡nos perteneces un rato…! – y dirigiendo una mirada curiosa propia de mujer hacia la joven, continuó – pero, ¿no vas a presentarnos a tu compañía…?
En cierto modo, se sintió afortunado de que fueran sus amigos los que interrumpieron su conversación, ya que además su presencia le facilitaría seguir unos momentos junto a su amiga. Seguidamente les contesto, no sin cierto azoro que no pasó desapercibido para Sarat:
– Es Muún-Anaí, hija de Jattár Abd-Faquír, el Zabazoque del zoco, ha venido con sus padres y su prometido el oficial Abd Husayn…, – y continuando con su presentación, prosiguió – también es mi colaboradora en las labores que me han traído a Kairuán, trabajando como traductora.
La joven saludó a Sarat y su marido, continuando en agradable conversación. Al poco, se unió a ellos su prometido Abd Husayn, al que siempre espectador, no agradaba en demasía tanta confianza y naturalidad.
La noche tocaba a su fin. Todos los invitados, encantados y agradecidos, fueron despidiéndose del anfitrión, mientras éste acompañaba a cada uno de ellos hasta la misma salida del palacete.
Cuando llegó el momento, Jattár y Asma, junto con su hija Muún-Anaí y el prometido de ésta, se acercaron a despedirse de su amigo. Correspondiéndose entre agradecimientos y saludos, marcharon ante la mirada de Al-Chaís.
En un instante que la joven quedó atrasada del paso de sus acompañantes, ya cubierta con su chal negro y aprovechando no ser observada, dirigió hacia atrás una ultima mirada a aquel hombre que no dejaba de observarla y con el que esa noche, seguramente, compartiría sueños.
Aquel final de semana, como todos los que le prosiguieron, se haría largo e interminable para ambos, que no deseaban otra cosa que volver a encontrarse.
Su relación en el trabajo cada día más piramidal en lo afectivo, se hacía insostenible, ante el deseo de exteriorizarlo definitivamente. Repetidas veces Al-Chaís se dirigía a la joven con el deseo de expresar de una vez su sentimiento creciente, pero al mirarla receptora pero nerviosa, caía en el miedo al ridículo, sin iniciar o cambiando el tema.
Estaba dentro de lo normal que un hombre maduro tomara por segunda o tercera esposa a una joven, incluso menor que su amiga. Eran del todo corriente estos hechos, aunque a posteriori condujeran a fracasos o relaciones extrañas, donde una vez pasados los primeros tiempos, las niñas-mujer acabaran en hartazgo y falta de atención a sus maridos.
La gran diferencia de edad, siempre le llenó de temor, pues era hombre de una sola mujer mientras ésta estuviera en su vida, relación donde no cabría marchitarse nunca la magia de los primeros momentos. Le amargaba el pensamiento de que esto pudiera ocurrirle, aunque se sentía capaz por su parte de que este extremo no llegaría nunca. Si bien no dependería solo de él, éste sería siempre su gran temor creciente.
Mas los hechos, estaban allí. La necesidad de comunicarse con la joven, con toda la expresión de sus sentimientos, cada día era mayor. Y ella lo presentía, a la vez que compartía el mismo deseo.
Llena totalmente de miedos, intuitiva en cuanto a la dimensión de sus emociones nacientes, miraba hacia atrás, a su entorno próximo y del que, angustiada, no sabia como escapar. Estaba prometida, pero no enamorada.
Sus padres se encontraban satisfechos con el futuro que le aguardaba, pero nunca descubrieron su gran necesidad: la de una mujer inteligente y sensible, la que necesitaba temblar a solo una mirada de los ojos del hombre, que al verlo, adivinaría entre mil, aunque la vida se lo ofreciera de forma extemporánea o llena de dificultades.
¿Renunciaría ahora, siquiera a conocer su nueva ventura? ¿Seria éste el camino que tantas veces decía, Alá le reservaba probablemente…?
Al final de una mañana de trabajo, Muún-Anaí, rezagada de sus compañeros a la hora de marchar, hizo que quedaron solos unos instantes. Se encontraba la joven en una esquina del cuarto recogiendo sus cosas, cuando el andalusí se le acercó decidido, mirándola fijamente. Ella lo vio llegar hasta su lado, temblando, pues sabia que era el momento, tan deseado como temido.
Al-Chaís, sin decir nada, aproximándose, tomó su cintura entre sus manos y delicadamente la beso en los labios, una y otra vez. Si bien la joven, en el instante apenas mostró resistencia alguna, dejo oír su voz entre cada caricia del hombre.
– ¡No, no…, no puede ser! ¡Por favor mi señor…! – a la vez que se oponía aunque sin mucha decisión.
– ¿Qué es lo que no puede ser? – contesto mirándola, mientras acariciaba la cara de la joven con extremada delicadeza – Lo único imposible sería el renunciar a ti, tratar de acallar mis sentimientos, tenerte a mi lado sin que mi alma palpite, renunciar a tu mirada dulce y amorosa, de la que me has hecho cautivo…, no, no voy a renunciar a ti.
– ¡No…, no …! Eres amigo de mis padres que han pactado mi boda, mi prometido…, todo está en contra, no, no puede ser – terminó en tono afligido, pero esta vez más decidida.
Al-Chaís al escucharla, perdió toda su voluntad de hacía unos instantes. Por un momento se sintió ridículo, más que rechazado. Creyó que no había medido bien sus pasos y que sus expectativas anheladas, no eran tales.
Aquella niña-mujer, podía haberle mostrado constantemente una gran admiración, verle como un ser de leyenda, pero no como al hombre que en ese instante se entregaba y esperaba ser correspondido. Recompuso su figura y mirándola sin cambiar su tono cariñoso, le dijo:
– No se como pedirte perdón, Muún-Anaí. Te pido, por Alá, que disculpes mi ceguera y cuanto mi comportamiento te ha podido ofender. Jamás ocurrirá de nuevo…
– No, no…, no me has ofendido mi buen amigo – le interrumpió la joven, dolida pensando en la frustración del hombre – No sabes la medida de mi aprecio…, pero conoces la imposibilidad, es imposible…, somos imposibles.
– Por favor…, no digas nada más. Nunca tomé nada que no me fuera dado y hoy me siento un ladrón, ladrón de unos besos, los más preciados que nunca deseé, que no pueden ser, sino que en un deseo compartido. Nunca ocurrirá más. No se si podrás perdonarme, pero te ruego lo hagas, estoy avergonzado.
– Pero…, no tengo nada que perdonar – exclamó confusa, sin saber realmente que hacer ni decir, e interrumpiéndola de nuevo, Al-Chaís terminó:
– Se hace tarde. Es tiempo de que te vayas. Nos veremos mañana y si eres generosa conmigo, me perdonarás, nada habrá ocurrido y nuestra relación será la que te debe ser. – concluyó en tono triste, juntas sus manos a modo de ruego en el pecho e inclinando su cabeza hacia la joven.
Muún-Anaí, lo miró con extrema dulzura y sin palabras, tendió sus manos hasta las suyas acariciándolas, tras lo que partió.
En los días siguientes la relación entre ambos se volvió distante. Esta aptitud adoptada especialmente por Al-Chaís, trataba de recomponer la relación entre ambos en su justo término y tratar de olvidar en lo posible lo sucedido, por mucho que le pesara. Quería, sobre todo, conservar el respeto de la joven, el que temía haber perdido sin intención de hacerlo.
Realmente se encontraba totalmente abatido por lo acontecido, y aun más que por esto, por su temor a ser mal interpretado, cuando por una vez, intentó exteriorizar unos sentimientos sinceros que no podía ocultar más.
Una mañana, a los pocos días, Al-Chaís se encontraba solo en su despacho. Desde una de las ventanas que daban a las calles de la medina, a poca distancia, se escuchaba a un inválido con su oud, entonando una vieja canción de caravanas.
El anciano músico, acompañado por un joven, casi un niño, que con un pequeño timbal ayudaba a la historia con cadencioso ritmo, constante y repetitivo, que inundaba el tema de sensualidad, mientras cantaba:
“En el oscuro camino del desierto…
El viento refresca y enreda mi pelo…
Desde la caravana, veo la luz trémula del poblado…
Presiento que esa mujer me espera…
Presiento el descanso a su lado…
Bienvenido al funduk, de la ciudad…
Bienvenido al adorable funduk del amor…
Bienvenido al funduk del amor, me dirá…”
Entretenido y melancólico con la escucha de la tonadilla del anciano, Al-Chaís no percibió que a la entrada de su cuarto, tratando de hacerse notar para entrar, Muún-Anaí lo observaba a la vez que escuchaba también la historia del anciano músico. Al advertir la presencia de la joven, sin apenas inmutarse, la invitó a pasar mientras decía:
– Esa música es delicada y sensual…, llega hasta donde no quieres que llegue, pero te inunda sin remedio- murmuró refiriéndose a la tonada – música de amantes, para amar…- terminó casi sin mirarla.
Muún-Anaí, le contestó:
– Si mi señor…, es música para los sentidos.
Al-Chaís levantó su cabeza sin poder evitar la mirada de la joven, que estaba buscando la suya sin disimulo alguno, mientras proseguía hablándole temblorosa, pero decidida:
– Que pasará mi señor…, si soy yo quien te bese ahora…
Al-Chaís no acertaba a escuchar las palabras de la joven, a la vez incrédulo y emocionado. Ambos, mirándose sin parpadear, se acercaron el uno al otro con lentitud, mientras el hombre contestaba a la joven sin dejar de mirarla:
– ¿Qué puede pasar…? Que no me sentiré ya el ladrón de unos besos que no me pertenecían, que entenderé que si los alcancé, eran tan míos como tuyos los que te regalaba mi boca, que mi deseo era tu deseo…, que…
La joven, interrumpiendo su respuesta y sin espera, aproximándose, lo besó apasionadamente. Acariciando su pelo, el hombre bajó hasta sus hombros el hiyab de la joven descubriendo todo su rostro y tomándola por la cintura, con la misma vehemencia, devolvió cada uno de sus besos, en sus labios, en su cara, en su cuello…, temblando.
Tal era el deseo, tal era la necesidad de amarse. Entregados y rendidos el uno al otro, sus labios ansiosos, sus cuerpos abrazados, no terminaban de conocerse en tan corto instante. Entre las correspondidas caricias la joven le confesaba, excitada y gozosa:
– No podía más. Me angustiaba la idea de verte apartado de mí, sin tus palabras, la cercanía de tu mirada y tu sonrisa…, no podía perderte, no quiero perderte – y alternando sus palabras con sus besos, seguía – No se que es esto, pero se que es bueno.
Una voz desde fuera, interrumpió el hechizo del momento. Su compañera Nacira, que habiendo salido, regresaba y requería su presencia con discreción.
Muún-Anaí, esta vez sonriendo iluminada, se desató de aquel hombre tremendamente gozoso, y cubriéndose la cara de nuevo, acudió al requerimiento de su compañera, no sin antes decir:
– Espera…, vuelvo.
Así prosiguieron los días, entregados en los instantes, que con constantes pretextos procuraban y les era posible, y esperando el momento soñado de poder estar solos y que Al-Chaís trataba siempre de provocar.
– Pasado mañana con la excusa de llevar documentos al Zalmedina, con el objeto de consultas, saldré yo mi primero. Mas tarde – prosiguió indicándole a la joven – con cualquier motivo, puedes encontrarte mal…, te marcharas diciendo que no volverás hasta el día siguiente.
– Pero… ¿Que haremos…, donde iremos…?
– En la salida de la ciudad, hacia el norte en la ruta a Hammamet, al llegar al primer cruce de caminos, tomaras el de la derecha que termina en una angosta senda nunca transitada…- y continuó explicándose – Al final de ella, al poco tiempo, encontraras unas rocas y otra senda más pequeña, esta vez a la izquierda, que conduce a una pequeña fuente salobre rodeada de vegetación que, discurre sobre un barranquízo…
– ¡Donde la antigua mezquita…! – exclamó la joven reconociendo el lugar.
– ¡Exactamente…, la antigua mezquita hoy en ruinas…, la has reconocido…! La conocí en mi primera estancia en Kairuán, en mis paseos solitarios…, está cerca, abajo en la fuente es un discreto lugar con sombraje y tu eres una magnifica amazona…
– Pero, puedo ser reconocida…
– No lo serás…, con poco esfuerzo, puedes hacerte pasar como un muchacho a caballo. Yo estaré allí, esperándote…, antes del mediodía…
Muún-Anaí, acercándose, beso la boca de aquel hombre entusiasmado, susurrándole al oído:
– Tengo miedo…, pero allí estaré para tus brazos.
La mañana señalada, a primera hora, nada más llegar al trabajo sus colaboradores, Al-Chaís les advirtió su necesidad de salir, pues habría de tener consultas con señalados personajes de la administración, para lo que pidió a Yasír que enjaezara a Darro, su negro caballo berberisco.
Más tarde, la joven fingió sentirse repentinamente mal, provocando que sus propios compañeros le aconsejaran marchar a su casa y reposar. Allí, Asma su madre, conocedora en parte de la situación, la esperaba para ayudarla.
La madre de la joven durante toda su corta vida, había sido siempre su mejor amiga, su cómplice, la persona única en la que podía confiar y la que, sin preguntas, siempre estuvo a su lado.
Sin confesarle el motivo real de su salida, le expuso la necesidad de acercarse a las afueras de la ciudad, al sur…, a casa de una amiga, para lo que preparó un caballo y disimuladamente ropajes al uso para la ocultación de su condición de mujer, todo ello en ausencia de su padre, que se encontraba en Reqqada.
– Mi niña, tu sabrás que haces…, se cautelosa…- le aconsejó con gesto temeroso, acercándose a su hija a punto de montar y besándola en la frente, la despidió – Alá te acompañe y te otorgue tu anhelo….
Asma, la buena madre, no era ajena a los cambios observados en su hija los últimos tiempos, y en los que sin duda sospechaba y relacionaba con la llegada del hombre de Granada a Kairuán. Viéndola marchar, la despidió con su mano temblorosa mientras que la joven, girándose sobre la grupa del caballo, la miró sonriéndole agradecida.
Al-Chaís mientras tanto ya llegaba al paraje de las ruinas. Al final de la última y sinuosa vereda, bajando hasta el borde de un barranquízo a cuyo margen derecho se encontraban los restos casi inobservables de una vieja y pequeña mezquita, probablemente anterior en el tiempo a la Gran Mezquita de Kairuán.
El resto de sus muros, se resistían al abandono de siglos. Cruzando bajo el bonito arco de piedra superviviente de su puerta principal, se accedía a la que fue modesta sala de oración, hoy sin mas techo que el cielo. Solo al fondo, a la izquierda, una pequeña habitación semiderruida conservaba parte de su techumbre, donde posiblemente algún pastor de la zona, la ocuparía en tiempo invernal, por los restos de leña quemada, al abrigo que ofrecía.
Si bien hasta llegar al paraje de la mezquita todo es estepa de escasa vegetación, una vez en él, la humedad del pequeño manantial en invierno mas abundante, vierte un salobre hilo de agua sobre el barranco, dando vida alrededor de las ruinas configurando a modo de un pequeño oasis cuajado de matorrales, algún olivo, palmitos y un par de famélicas palmeras que, con el resto y dentro de la seca periferia, constituía un rincón de innegable frescura.
Al-Chaís, impaciente, mientras contemplaba el entorno, dejó su caballo pastar al borde del barranco, a la sombra del viejo olivo junto a los casi inexistentes restos de la mezquita, donde pequeños herbajos silvestres sobrevivían hasta la llegada del negro berberisco.
Al poco tiempo, el sonido del trote de una caballería, anunciaba la llegada de la joven, que al hacerlo, regaló una sonrisa feliz a la vez que nerviosa. El hombre, apenas la dejó bajar de su montura, pues en el mismo ademán de ayudarla a descabalgar, la dejó caer contra su cuerpo hasta llegar al suelo, deslizándola lenta y apretadamente, hasta que los labios de ambos a la misma altura, se enzarzaron en una sinfonía de besos.
Apenas sin cambiar palabra, dejaron el caballo de la joven a la misma sombra que el suyo y se dirigieron al interior de la mezquita, en un rincón sombreado, donde Al-Chaís había previsto una ligera alfombra. Ambos de rodillas, erguidos sobre ella, se buscaron con alocado afán.
Sin darse tregua. Tal era el deseo mutuo, su hambre insaciable, que sus manos entre caricias, apenas encontraban tiempo para buscar la desnudez de sus cuerpos. Al-Chaís sentado, levantó el ligero cuerpo de la joven medio desnuda llevándolo hasta su regazo, mientras ella descubría el torso del andalusí y lo sembraba de apasionados mimos.
Haciéndola cabalgar en sus rodillas, el hombre, no dejó ni un rincón de su desnudez sin celebrar. Sus besos, los besos de ambos, eran un torrente de sentimientos agolpados que no acertaban a ordenarse, quizás porque no había orden al que atenerse.
Nerviosa, excitada, tremendamente gozosa, Muún-Anaí, le decía jadeante, mientras lo besaba sin hartura:
– Ahora lo se, mi buen amor…, ahora entiendo tus palabras.
– ¿Qué palabras, mi niña…? – Preguntó Al-Chaís, con la misma dificultad.
– Ese momento del que me hablabas, el de la gran explosión cuando descubres tus sentimientos…, cuando te das cuenta que no sabias nada, hasta que llega quien hace temblar tu cuerpo – continuaba temblorosa – y cuando lo sabes, atados se confunden los deseos, cuando te entregas a la otra persona sin saber si amarla o gozarla…, cuando no conoces ni quieres conocer el orden de estos sentimientos, cuando se trastocan ambos, todo en uno, cuando…, cuando no puedes, ni sabes, ni quieres diferenciarlos.
– Si, mi niña…, es así, el mágico hatillo – contestó con la respiración entrecortada de excitación, continuando – Toda la noche pasada pensando en nuestro encuentro, toda la espera hasta que llegabas…, mi corazón te amaba, sin pensar en más, eso era hacerte el amor, ahora…
– ¿Ahora…? – suspiró la joven, en un momento donde la desnudez de sus cuerpos terminaba de atizar el violento ardor incontenible.
Al-Chaís, a la pregunta de la joven, posó sus dedos en la comisura de sus labios, rozándolos con delicadeza, como pidiendo entrada a la caja mágica de sus besos. Muún-Anaí, dispuesta a dar cobijo a tanta sensualidad, dejó franquear el goloso acceso con ademanes que solo podían provocar la locura de aquel hombre, haciéndole suspirar:
– Tus labios…, tu boca…, puedo imaginarte…
– No me imagines…, me tienes.
La joven abandonó el juego del granadino, deslizándose en un rosario de besos por la senda de la fuente de los sentidos de aquel hombre, que observándola en su gozoso ir, desde la locura, acariciaba su pelo. Ella de nuevo insistió buscando la provocación:
– Pero, dime mi señor… ¿ahora…?
– Ahora… ¿sabes…?, en este instante, no puedo, no quiero amarte- confesó en voluptuoso juego el hombre.
– No, no me ames…, ahora solo gózame…, por favor…- le contestó dichosa la joven.
Al-Chaís, la levantó con delicadeza, llevando de nuevo sus labios hasta los suyos, a la vez que a su oído dedicaba imperceptibles palabras, que no hacían otra cosa que excitarla.
– No podrás sonrojarme…, pero sigue, sigue intentándolo por favor, soy tan tuya, no puedes sonrojarme, tú y yo…, cuanto quiera… mi señor.
– ¡Si…, quiero sonrojarte, y que bien que no puedo…! – contestó entusiasmado el hombre – Si mi niña, tú y yo somos aparte…, y amarnos, el juego – e invitándola de nuevo entre susurros:
– Ven, cabalga de nuevo sobre mis rodillas…, hagamos el camino, el corto y mágico trayecto…
– Si mi señor…, llévame, mil veces llévame, mil veces tráeme…
Sus cuerpos entregados hasta la saciedad, echados finalmente sobre la alfombra, recorrieron la interminable repetitiva y maravillosa corta distancia, en un impetuoso ir y volver que parecía no tener final. Mientras, el hombre la observaba tendida ante si, embelesado con su desnudez y la expresión de su cara de ángel sin pudor, mientras la gozaba sin fin.
Terminada la mágica contienda, la joven desnuda, descansando sobre el hombro de un Al-Chaís ahora tierno y amoroso, observaba extasiada el paisaje, a la vez que numerosas golondrinas que anidaban en las ruinas de la vieja mezquita, revoloteaban sobre sus cabezas, llamándole la atención.
Cansada, pero tremendamente hermosa y feliz, alzó sus brazos al cielo señalando a su hombre los frágiles pajarillos que, curiosos por su presencia, los sobrevolaban a la vez que terminaba dirigiendo toda la dulzura de su mirada, hasta su amante.
Al-Chaís, observándola totalmente rendido…, no adivinó más golondrina de la mezquita, que la que en aquellos instantes, anidaba entre sus brazos.
Continuará …