EL AÑO DE LA LUNA – Cap. IV – «Muún-Anaí»

Aquel hombre maduro con escasa capacidad de asombro, se vio atrapado en una momentánea nube…

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En casa del Al-Faquír, todo era bullicio y excitación preparando la especial velada en honor de Ben Al Chaís, que si bien no solía prodigarse en visitas sociales, en esta ocasión lo hacia gustoso tratándose del viejo amigo que tanto se lo había solicitado.

El antiguo almotacén o zabazoque del zoco de Kairuán y Mahdia, vivía en en la zona sur de la medina donde residían normalmente las gentes de clase media o acomodada de la ciudad y en la parte más alta de la ladera donde se ubicaba el barrio.

La vivienda de planta baja con gran patio interior ajardinado, con algorfa o planta alta a modo de almacén, correspondía a la típica casa de los comerciantes de economía holgada.

Abajo, además de diversas dependencias privadas, un gran salón decorado con tapices y alfombrado al mas puro estilo de las jaimas mas ricas del sur, con gran proliferación de cojines alrededor de un brasero. Iluminado profusamente, configuraba una estancia muy agradable, no exenta de cierto gusto y engalanada especialmente para la ocasión.

Al-Faquír y toda su familia eran beréberes y se enaltecían con ello. Procedían de un oasis o poblado muy al suroeste de Ifriqiyah, donde las estepas comienzan a confundirse con las primeras arenas del Erg Oriental, desierto que precede al gran Sahara.

Toda su gente se había dedicado al contrario que en la actualidad, a la agricultura y ganadería en un entorno donde los comerciantes eran los ricos y poderosos que se erigían en protectores del resto de los pobladores, a cambio de alguna retribución y el reconocimiento jerarcal.

Las crisis de las caravanas, ocasionadas por el bandidaje y la apertura de nuevas rutas comerciales en esta área, hicieron disminuir el poder de los comerciantes y mercaderes, mientras que los agricultores y ganaderos prosperaban, hasta llegar a ocupar el estatus de aquellos en el poblado. El progreso de su familia fue de todo orden, adquiriendo responsabilidades paulatinamente, su abuelo y luego su padre, como jefes en el poblado.

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De cualquier forma, la vida en el oasis que no era fácil y la preocupación por el futuro de los suyos, determinaron su marcha hacia el norte, a Kairuán, donde con gran habilidad el padre del anciano Al-Faquír, conocedor de los mercaderes que cruzaban de norte a sur el país, se constituyó en una especie de intermediario en la alhóndiga de la medina.

De mucho le valió el hablar la lengua amazigh y los variados dialectos como el tamazigh, propio del occidente o el tanefusit, de los beréberes en el vértice sur de Ifriqiyah; incluso conocía algo la lengua tuareg y su escritura, el tifinag.

La confianza ganada en su trabajo de Kairuán, le llevo con el tiempo a ser reconocido y nombrado almotacén principal de la hisba o gobierno del zoco, cargo que a su vejez heredaría su hijo Al-Faquír, como casi todos sus conocimientos.

Pasados unos años y precisamente en el desarrollo de su labor, conoció a un mercader que visitaba la ciudad santa, en peregrinación, junto a su familia. Fue así como encontró a Rayida, su mujer, comprando en un tenderete del zoco. Tuvieron tres hijos varones, dos de los cuales murieron en el norte, en una escaramuza con piratas turcos que hostigaban la costa mientras servían como milicia al Sultán Abú Hafs.

Su otro hijo Jattár Ben Al-Faquír, el menor, a caballo entre Kairuán y Mahdia, desempeñaba los mismos cargos heredados de su padre, esta vez como coordinador en la administración de mercados para todo el sur, labor en la que habría de entenderse, inevitablemente, con Al Chaís.

El hecho de ser beréberes musulmanes acomodados, pero celosos guardianes de sus costumbres y tradiciones, les hacía ser vistos de manera un tanto displicente por los ricos comerciantes árabes de la ciudad, con los que si bien se trataban y se correspondían con respeto, dada la popularidad del viejo Al-Faquír y los suyos, el hecho berebere y su resistencia a la hegemonía de la cultura árabe, les hacia intimar con el sector mas liberal de Mahdia, de ahí, su gran amistad y tertulias con los asiduos al bazar de Ibn Yahf.

Todas la mujeres de la casa andaban en puro revuelo. Ben Al Chaís, el hombre llegado de Al Ándalus y conocido como el “príncipe granadino”, despertaba gran curiosidad si no admiración, en todas ellas y por supuesto en la familia de Al-Faquír, que ansiosa, llevaba tiempo esperando la ocasión de conocerle.

Los días comenzaban a ser más largos cuando el invierno estaba tocando a su fin. Caída ya la tarde y con el oscurecer anunciándose, Ben Al Chaís llegaba a la puerta de la vivienda de Al-Faquír, donde éste le esperaba a la hora apuntada y tras él, Rayida su esposa, especialmente ataviada.

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– El Clemente, tiene a bien engalanar esta nuestra humilde casa con tu presencia – exclamó Al-Faquír, visiblemente satisfecho por la visita.

– Alá os guarde y generoso, me muestre ante vuestros ojos agradecido por la hospitalidad que me brindáis – contestó igualmente complacido su amigo.

– Se bienvenido Ben Al Chaís. Ésta es Rayida, mi esposa.

– La paz sea contigo – saludó la mujer al recién llegado.

– Y en tu casa. Tu esposo es un hombre afortunado –contesto el visitante.

Al-Faquír hizo pasar al amigo al interior del salón de su hogar. Se había encendido el gran brasero central y hecho quemar hierbas aromáticas produciendo esencias que encantaban de alguna forma el ambiente.

La amplia estancia, lucia en toda su extensión alfombrada al uso berebere. Cojines y cortinajes, juntos a las alfombras, denotaban con facilidad su factura y procedencia, así como el orgullo de la raza de sus habitantes.

Se iluminada el ambiente con profusión de lámparas de aceite, algunas de trabajado cristal ambarino, emitiendo luminiscencias casi mágicas.

En el extremo izquierdo de la sala, a la puerta de lo que debía ser un obrador o cocina, tres mujeres del servicio bajando sus miradas a la entrada del extranjero, saludaron su presencia.

En el fondo, al otro extremo la familia de Al-Faquír que en esos momentos se encontraban en Mahdia, su hijo Jattar Ben Al-Faquír, su esposa Asma, las nueras de Al-Faquír, Aziza y Favila, viudas de sus dos hijos militares desaparecidos al servicio del Sultán Abú Hafs, un par de amigas suyas y un grupo de niños, que desde un rincón no perdían detalle de cuanto acontecía.

El viejo patriarca se dirigió a todos presentando al amigo, y a la vez que estimulando la distensión del momento, comentó:

– En esta casa Al Chaís, en esta familia, entre hombres y mujeres, no hay condición especial que nos distinga. Quiero que te sientas libre en el trato con todos ellos, que te sientas su amigo y cómodo en nuestra presencia.

Todos sonrieron y comenzaron las presentaciones oportunas mientras se iban instalando en la estancia.

Al fondo, seguían aquellos niños risueños y vergonzosos, cuchicheando medio escondidos, sin apartar la atención de la escena y requiriendo por momentos su protagonismo.

– ¿Y vosotros….? – pregunto Al Chaís, dirigiéndose a ellos con una amplia sonrisa.

– Son nuestros hijos… – exclamó Asma-. Venir, acercaros…. Este es Hamid, mi hijo menor, el único varón de la casa…, estas son Alia y Amina, hijas de mis cuñadas. Saida y Rasha, son amigas que no querían perder la ocasión de conocerte y…

En ese instante Ben Al Chaís, sorprendido, fijó su atención en la ultima de las niñas, una joven de unos catorce o quince años como mucho, un poco mas alta que el resto, sobresalía de manera natural de entre todos, y que como encandilada, no apartaba su mirada del desconocido.

Sus grandes ojos avellanados, color del mas puro caramelo, sin parpadear…, y aquella dulce cara de ángel asustado, no atinaban a desviar su mirada impresionada de Al Chaís.

– ¿Y tú…?–se dirigió a la joven, sin disimular su sorpresa.

– Es mi hija mayor…-intervino rauda de nuevo Asma, como orgullosa e invitando a la niña a contestar.

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– ¿Si…? ¿y cómo te llamas…? –insistió Al Chaís, sin desviar su mirada de la joven.

– Muún-Anaí…

– ¿Muún-Anaí…? –repitió Al Chaís lentamente como intentando retener su extraño nombre.

– Muún-Anaí… –balbuceó de nuevo la muchacha, que al moverse, hizo caer el hiyab que la cubría sobre sus hombros, dejando ver un corto pelo oscuro enmarcando su tez pálida.

Coloreaban ya sus mejillas de adolescente, las primeras pinturas propias de la incipiente mujer que se adivinaba, pero que no podían enmascarar ni por un momento, la dulzura de sus facciones. Su delgado cuello se adornaba con un extraño pero bello colgante de plata.

Un sencillo vestido largo blanco con toques de vivos colores en sus filos, ajustado a su cintura con escote redondeado y aquella insistente mirada, componían una estampa que pesó con toda su belleza en la percepción de Al Chaís.

Aquel hombre maduro con escasa capacidad de asombro, se vio atrapado en una momentánea nube, en donde los pocos segundos del instante, le parecieron horas de grata contemplación. Nunca había visto a aquella joven y sin embargo le pareció haberla conocido alguna vez, en algún lugar en su vida, o si acaso, haber intuido desde siempre su existencia.

Al-Faquír, advirtiendo la sorpresa de su amigo, advirtió:

– Muún-Anaí, es mi nieta mayor…. Te sorprendería su inteligencia. Jattar, su padre y yo, tratamos de educarla en nuestro conocimiento y ella nos corresponde.

– ¡A veces olvidan que es una mujer…! –comentó Asma su madre acercándose y acariciando con ternura su pelo, a la vez que colocaba el hiyab caído sobre su cabeza, sin que la hermosa mirada de la niña se desviara un ápice de la de Al Chaís.

La velada, transcurrió como no podía ser de otra manera. El carácter sencillo y agradable de estas gentes, contrastaba con lo estirado de algunos árabes principales que había conocido en Mahdia. Pero lo que más le acercaba a ellos, era posiblemente su espíritu tolerante, educado, naturalmente culto y hospitalario, posiblemente, propio de su origen.

No era normal que las mujeres pudieran disfrutar e intervenir a menudo en reuniones tan interesantes que normalmente solo se producían en el ámbito familiar.

La gran curiosidad que provocó la visita de Al Chaís, colmó las expectativas de los presentes, en especial de las mujeres que no pararían en hacer preguntas sobre Granada y todo lo que a ellas podía concernirles como tales.

La voluptuosidad del pasado y presente de Al Ándalus, todo lo referente a sus modos y modas, las formas de vestir de sus mujeres y los hombres, la cierta tolerancia en las costumbres, su propia vida de gran interés para los comensales…,  temas uno tras otro desgranados con la hábil retórica de Al Chaís, ante el asombro  y curiosidad de la concurrencia.

Para las nueras de Al-Faquír, las viudas Aziza y Favila y sus amigas Saida y Rasha, de gran hermosura la segunda, con sus caras descubiertas y a más de dos años de la muerte de sus maridos las primeras, que no habían vuelto a casarse, era quizás la única vez en todo este tiempo, que hablaban con varón alguno, lo que les producía cierta excitación junto a sus amigas.

Jattár, y su padre Al-Faquír, entablaron una interesante conversación con Al-Chaís, a sabiendas que tendrían encuentros necesarios por cuanto el cometido del andalusí, afectaría reglamentariamente a su trabajo.

– En las próximas semanas, comenzaré mis viajes por el sur, donde trataré de conocer las rutas de comercio más importantes, desde oriente a las puertas del gran desierto.

– Si puedo hacer algo que te ayude, me tienen ordenado servirte en ello, y será un placer hacerlo – comentó Jattár.

– Gracias mi buen amigo. Así es, habremos de hablar y me procuraras los contactos necesarios en los zocos más importantes de Sfax y Gabes, después habré de llegar a Matmata y Tataouine, en este primer viaje y a la vuelta visitaré Jerba. Te agradezco tu ofrecimiento Jattár- contestó Al Chaís.

– Mi familia es de Jerba, allí nacieron mis abuelos y donde he de ir pronto en una corta visita con mis padres. ¿Cuánto tiempo estarás fuera de Mahdia? –Intervino en la conversación la hermosa Rasha, con especial curiosidad.

El granadino, levantó su mirada con intención de contestar a la mujer y al hacerlo, tras ella…, como de una sombra…, aparecieron de nuevo los hermosos ojos de la joven Muún-Anaí.

Mujer tunez-3Esta vez, abanicando sus pestañas con timidez, dedicó media sonrisa a Ben Al-Chaís.

El hombre en apariencia curtido en la vida, jamás olvidaría aquel instante. Fue de nuevo una pequeña conmoción de la que, disimulando su estupor, pudo salir airoso y contestar a Rasha.

– No se exactamente el tiempo, pero a esa zona dedicaré especial atención. Aunque Gabes, será mi centro de operaciones, llegaré hasta Tataouine como os he dicho y después, si puedo, visitaré Jerba.

– Seria un honor recibir tu visita en casa de mis familiares y estar a tu disposición en lo que necesitares allí –comentó Rasha, sin disimular su interés.

– El honor será el mió y no dudes de mi visita, si me es posible. Normalmente, ¿vives en Mahdia? –se interesó Al Chaís por la atractiva joven, alagado por su invitación.

-Si, claro, al norte…, creo que cerca de donde dicen que vives –contestó la joven, a la vez que mantenía, sin disimulo, su hermosa mirada en los ojos de Al Chaís.

En ese instante Asma y Saida, que se habían ausentado a la cocina, llamaron a Rasha y una vez en el interior de la misma, desde el exterior se podían apreciar sus comentarios entre cómplices risas.

Estaba claro que Al Chaís no había pasado inadvertido para las jóvenes, en especial para Rasha. No era difícil entender, que el hombre que desprendía tanta sensualidad, de especial atractivo y edad madura sin mujer que se le conociera, provocara cierta capacidad de seducción.

Entrada la noche y tras la agradable cena, Al-Faquir se dirigió a una de las mujeres del servicio:

– No es justo que nuestro invitado deba marchar sin ofrecerle un vaso de nuestro mejor licor, reservado, ¡con el perdón del Profeta…, Dios lo bendiga…!, para las excepcionales y discretas ocasiones, y hoy querido Al-Chaís…, esta familia y amigos, sentimos el privilegio de gozar de tu presencia y amistad. Hemos de celebrarlo a nuestro modo berebere.

Unos pequeños vasos de cristal color ámbar con dibujos geométricos damasquinos, fueron dispuestos para los comensales. Seguidamente Jattár Ben Al-Faquír, complacido en ayudar a su padre, se dispuso a servir.

– Licor de dátiles. Es traído para nuestro padre del oasis Djerid Al Fée, donde vivieron nuestros antepasados.

– ¿Djerid Al Fée…? Donde esta exactamente –se interesó Al Chaís.

– Como te dice mi hijo, es el lugar de nuestros antepasados, al sur de Nefta y el lago Chott el Djerid, en las puertas del gran Erg Oriental –intervino Al-Faquír.

– Hoy es un pequeño pero precioso oasis que abriga un poblado berebere. Mi marido, tiene allí todavía parientes. Empeñado en conocerlos y su procedencia, les visitamos en una ocasión, viaje del que volvimos entusiasmados – comentó Rayida, sumándose a la conversación.

Ben Al Chaís, totalmente complacido con la compañía que disfrutaba, con el vaso de licor en su mano, y dirigiéndose a Al-Faquír, solemne pronunció:

– Tengo en ti a un buen amigo. He de visitarte con frecuencia. No dejaré que las malas hierbas y las espinas invadan el camino de la amistad que no se anda.

– Damos gracias al Misericordioso por traerte entre nosotros –contestaron,
bebiendo todos con moderación hasta terminar la agradable velada.

Al Chaís, en el momento de despedirse de cada uno de los presentes, dirigió su última mirada al fondo del salón, donde los niños agitaban sus manos en un adiós gozoso a su nuevo amigo.

Tras ellos, emergió otra vez la mirada de Muún-Anaí. Fue esta vez Ben Al Chaís quien le sonrió encantado. El hombre tomó el camino a su casa, al otro lado de la medina, sin poder escapar del recuerdo de la niña mujer.

En el cielo, una gran luna llena, le pareció más hermosa y feliz que nunca en mucho tiempo.

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Continuará…

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